martes, 5 de enero de 2016

Bolas de espuma de afeitar

Bolas de espuma de afeitar


Ocurrió una tarde de Diciembre. Era mi primer día de vacaciones de Navidad y hacía muchísimo calor. El otoño había pasado de largo y el invierno hacia solo unas horas que era oficial. Desde hacia unos años las estaciones eran una abstracción, un nombre con el que identificar los trimestres del año, pero apenas se diferenciaban unas de otras.
Aquella tarde tenía fiebre y un sudor frío recorría mi espalda, así que no baje a la plaza a jugar con mis amigas y me quede en casa haciendo compañía al abuelo Nicolás. En la tele las noticias hablaban de las altas temperaturas de los polos. Una tormenta inusitada había elevado la temperatura del polo Norte por encima de cero. Las playas estaban llenas de bañistas y las estaciones de esquí habían cerrado las pistas sumidas en una crisis imposible de solventar. El locutor hablaba de sequía, embalses vacíos, huracanes, lluvias torrenciales que arrastraban todo a su paso y el anuncio de  una Navidad de nuevo calurosa y seca.
Me levante desganada del sofá y me acerqué a la ventana. Con la nariz apegada al cristal me fijé en los árboles del jardín. ¡Qué extraño¡ pensé. Nunca me había fijado en ellos. El movimiento pausado de sus ramas me hipnotizó. Era un movimiento suave, monótono, aburrido. Las hojas estaban mustias y amarillentas y me pareció que tenían ganas de llorar. Pensé que la fiebre me estaba mareando pero no conseguía dejar de mirarlas. Me pareció que las hojas me pedían, me suplicaban un poco de aire frío, me pareció que necesitaban caer sobre el césped y quedarse tranquilas alfombrando el suelo del jardín.
El abuelo Nicolás estaba sentado en su mecedora y dormitaba inquieto. El calor parecía producirle un sopor pegajoso cargado de sueños y de fantasmas.
Seguramente el volumen de la televisión le hizo despertarse sobresaltado. Del bolsillo de su chaqueta sacó un pañuelo, se secó el sudor de la cara y del cuello.
- ¡Maldito calor! Susurró enfadado.
Me retiré del cristal de la ventana y me senté aburrida, incómoda y enfadada en el sofá. Me dolía la garganta y casi no podía respirar.
Abuelo, pregunté. ¿Por qué hace tanto calor?
¡Ay, mi niña! Contestó. Hace tiempo que el clima está descontrolado. Al final lo hemos conseguido. Durante años hemos creído que podíamos hacer lo que quisiéramos con nuestro planeta. Lo hemos herido de muerte y mira ya es demasiado tarde.
Me quedé un momento pensativa y le volví a preguntar:
- ¿Cómo era abuelo? Cómo era el invierno cuando eras niño?
El abuelo se levantó de su mecedora y arrastrando los pies se acomodó a mi lado.
Siempre me dices que cuando eras pequeño, incluso cuando mamá era pequeña hacía mucho frío, que el invierno era diferente dije acurrucándome en su regazo.
Pues si, cariño, el invierno era diferente porque hacía frío, llovía, nevaba, muchas mañanas había niebla. Me gustaba el invierno dijo triste.
El abuelo se quedó callado unos instantes, como si su cerebro estuviera procesando información antigua y comenzó a hablar despacio, con la mirada fija en la ventana del jardín. Las palabras salían de su boca nostálgicas pero firmes y preocupadas.
La niebla, te voy a contar cómo era la niebla. Las nubes bajaban hasta el suelo y lo cubrían todo, no se veía nada y la humedad era parecida a la que hoy sientes pero mucho más fría.
Pero eso no era divertido, protesté.
Pues mira, la niebla a veces también era divertida porque nos parecía mágica. Era juguetona y traviesa. Nos escondía las casas, las calles, los montes y mi hermano y yo jugábamos a encontrarlas. Otras veces era aburrida y triste porque se calaba en los huesos y no nos dejaban salir a jugar a la plaza. La niebla era necesaria porque su sudor frío hacía que brotaran las flores en primavera.
El abuelo de pronto se emocionó. Una sonrisa dibujo sus arrugas  a la vez que sus ojos azules se llenaron de lágrimas. Sujetando mi mano con su mano temblorosa me dijo:

- Del invierno lo más nos gustaba era la nieve. Cuando nevaba todo era fantástico.
¿Cómo era la nieve abuelo? Pregunté un poco más animada.
Verás, había días que cuando nos levantábamos de la cama y nos asomábamos a la ventana, veíamos caer del cielo pequeños trocitos de hielo: blancos y suaves, como la espuma de afeitar cuando la soplamos en el cuarto de baño cuando me afeito.
Todo se vestía de blanco: Los jardines, los tejados, las calles. Eran días de fiesta. A veces, no podíamos ir al colegio porque había tanta nieve, que los coches se quedaban atrapados y no podían circular, así que los chicos y chicas del barrio nos poníamos el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes, las botas y salíamos a jugar a la calle. Hacíamos guerras de bolas y grandes muñecos de nieve. Una vez mi hermano Matías me tiró una bola y me dio en el ojo. Lo tuve morado varios días.

Nicolás calló un momento de nuevo y sonrió con nostalgia

¿Qué ha pasado abuelo? ¿Por qué yo nunca he visto nevar?
¡Ay hija! Suspiró de nuevo el abuelo.

El abuelo está vez, se quedó en silencio mucho rato, inmóvil, con la mirada perdida, pensativo, recordando: Recordó las hojas secas. En el otoño caían de los árboles y cubrían calles y parques con una gigantesca alfombra amarilla. Recordó que sentía un placer especial en arrastrar los pies por las calles alfombradas. Oír el susurro de las hojas: “criss”, “crass”,“criss” “crass” Recordó que un día de finales de Octubre cuando iba a casa, una castaña pilonga le cayó en la cabeza. Los pinchos de la cáscara se clavaron en su piel y su madre tuvo que quitarlos, uno a uno, con una pinza. Recordó que el viento helado del Norte, conseguía siempre poner su nariz colorada, las manos amoratadas y la punta de los dedos blancos, aunque llevara guantes. Recordó a Matías

- Sabes dijo de pronto, quisiera volver a vivir el invierno. Recuerdo que cuando era niño estaba de moda una película: Un científico loco había construido un coche que podía viajar en el tiempo. Era fabuloso. Podía cambiar las cosas mal hechas en el pasado y mejorar el futuro. Me gustaría volver a pasar un poco de frío. Este maldito calor no me deja respirar, apenas puedo dormir y a veces siento un poco de miedo. Además, dijo Nicolás sonriendo de nuevo ¡Me encantaría que vieras la nieve!

Vi tan triste al abuelo que le cogí la mano y le dije:

- Eso es fácil abuelo. Dame tu mano, cierra fuerte los ojos y viajemos al pasado. Yo voy contigo. ¿Te importa que llevemos pasajeros? dijo emocionada.

¿A quién más quieres llevar? dijo el abuelo sonriendo.
Quiero que los árboles del jardín viajen con nosotros. Necesitan un poco de frío para que las hojas puedan descansar.
Nos quedamos dormidos, cogidos con fuerza de la mano. Nunca  supe cuanto tiempo pasó. Seguramente la fiebre me hizo dormir profundamente. Solo sé que me desperté asustada con un trueno enorme. La mano del abuelo estaba muy fría. Un escalofrío recorrió mi espalda, la garganta se me cerró aún más y noté que por mis  mejillas corrían dos lágrimas heladas. Me sequé los ojos con la palma de la mano y acaricié muy despacio la frente del abuelo. Acerque mis  labios a su oído y casi en un susurro le dije

Ya está abuelo. Ya está. Has conseguido tu invierno, ahora ya puedes descansar tranquilo.

La ventana se abrió empujada por un fuerte y frío viento del norte. Miles de hojas que se habían caído de los castaños, de los tilos, de los álamos del jardín, entraron en la casa. Bailaron en círculo alrededor del abuelo. La habitación se vistió con una alfombra dorada. Salí al jardín. La bochornosa tormenta había desaparecido y del cielo caían pequeñas bolas blancas. El abuelo tenía razón. Eran suaves y frías, parecidas a la espuma de afeitar que soplaba cuando el abuelo se afeitaba por las mañanas.

Txaro Begué.
Diciembre 2015