viernes, 30 de junio de 2017






Soledad compartida


En lugar de leer el periódico  tranquilamente en el bar como todas las mañanas,Juan toma el café de un trago y sale presuroso hacia el quiosco de Fermín. Con decisión escoge el diario local que hoy sábado dedica sus páginas centrales a temas culturales. Con dedos ágiles aunque temblorosos, con ansiedad, con miedo, como cuando abre la carta del médico después de su chequeo semestral, pasa las hojas alargando el tiempo de la esperanza, de la expectación que le produce saber que hoy es el gran día y que puede que no lo sea para él.

Juan lee el titular. Allí está, es el suyo. Por  fin, por primera vez en su vida algo ha salido bien. Esboza una sonrisa, paga el periódico mientras Fermín le sonríe cómplice, coloca el diario bajo el brazo  y se sienta en el banco más alejado de la plaza, al amparo de cualquier mirada.  Lee con avidez el cuento que ha leído mil veces, que ha corregido mil veces, y que  envió hace algún tiempo  al concurso, sin ánimo de ganar, impulsado solo por la necesidad de demostrarse a sí mismo que algo podía salirle bien. Una lágrima recorre su mejilla y Juan deja que se deslice tranquilamente. Por primera vez en tres años es capaz de llorar.

Hace tres años ya, que Juan vive con Amelia,  Hace ya tres años  que  Ana se fue, llevándose su vida, su casa, sus amigos, llevándose muy lejos al gran amor de su vida al que apenas puede ver dos veces al año. Hace  tres años ya, que  Juan está enfermo, con su salud herida de muerte,  enfermo de soledad y de tristeza, 

Amelia ronda los noventa, mujer amable, de ojos azules, pelo blanco, de facciones dulces. Las arrugas de su rostro le presuponen una belleza antigua, surcos marcados de duelos sin resolver. Amelia no llora. Se le parte el alma pero no llora, no  puede, no sabe qué es lo que se lo impide. Solo sabe que le gustaría llorar y que no puede. Hace casi ochenta años que no llora. 

Amelia era niña, muy niña. Apenas tenía ocho años cuando unos hombres sacaron a la fuerza de casa, a su preciosa madre. Hacía pocos días que se habían llevado a su padre y a su hermano Ramón. Amelia recuerda con horror pero sin lágrimas cómo se agarro a su delantal, desgarrada  por el dolor y por el miedo. Cómo aquellos hombres vestidos de azul, la arrancaron de las faldas de su madre, la tiraron al suelo y la dejaron sola. Recuerda que permaneció horas acurrucada debajo de la mesa de La Cocina, hasta que dos monjas con alas blancas en la cabeza se la llevaron al orfanato.

Nunca más supo de  su madre, ni de su padre, ni de su hermano Ramón. Las monjas le dijeron que habían muerto, le dijeron que habían sido malos, que habían ofendido a Dios  y que por eso ahora estarían en el infierno. Le dijeron que ellas se encargarían de mantenerla a salvo de las malas gentes y que había sido afortunada. Amelia nunca pudo llevar flores a sus tumbas. No consiguió saber dónde les habían enterrado. 
Cuando cumplió dieciocho años pudo salir de aquel horrible lugar, que olía a lejía, a miedo, a castigo, a rezos impuestos, a incienso, a cera. Trabajó duro. Cosió y cosió hasta dejarse los ojos y las manos en trajes y vestidos preciosos que las mujeres de la ciudad pagaban bien. A las monjas solo les puede agradecer haber hecho de ella una buena costurera. 

En las largas tardes de invierno cuando ya estaba agotada leía un ratito. Necesitaba leer para poder dormir y espantar a los fantasmas que acudían diariamente puntuales a su dormitorio.
Amelia se refugió en los libros hasta que la vista se lo permitió. Vivió con ellos historias de otros, fantasías de otros, viajó con ellos pero pocas veces  salía  de casa, más allá de la panadería  de la esquina. No  acudió a la iglesia, estaba enfadada con Dios, tampoco iba nunca al parque, ni siquiera a la peluquería.  La peluquera acudía a su casa una vez por semana, la compra la hacía por teléfono, La biblioteca estaba en su sala de estar. 

Amelia  leyó en la tienda el anuncio de Juan solicitando piso para compartir y algo en aquel anuncio le produjo una grata sensación. Le llamo por teléfono y acordaron  que Juan  compartiera su hogar a cambio de que todas las mañanas, antes de comer, el hombre le leyera un capítulo de Cumbres Borrascosas. 

Aquella mañana de sábado, Juan decidió dejar a Emily Brontë en la estantería. Estaba demasiado agitado como para entrar de nuevo en la mansión lúgubre de Los  Linton y inmiscuirse en sus odios y desencuentros familiares, así que abrió el periódico y leyó en alto, por primera vez, el relato  breve de su  propia historia. Después de todo Amelia no se enterará, pensó, siempre se adormila mientras le leo, y él necesitaba saber cómo sonaba el relato con el que se había desnudado ante el mundo. La catarsis de sus emociones. 

Aquella mañana de sábado, Amelia cerró los ojos como cada vez que el muchacho leía. La  mujer solo necesitaba  la cadencia de las palabras, el ronroneo de las letras inundando efímeras su sala de estar. Sin embargo esa mañana Amelia escuchó con atención. Juan le miraba de reojo intentando descubrir en su rostro una mueca de desagrado pero solo vio cómo de sus cansados ojos brotaban lágrimas serenas, mezcladas con una franca sonrisa, a la vez que asentía con la cabeza monótonamente, emocionada, agradecida.

- Mañana otra vez, querido. Ahora vamos a dar un paseo, creo que hace buena mañana.






miércoles, 31 de mayo de 2017



La lagartija  y el tiempo

Una pequeña lagartija gris trepa por la pared.
Me acerco con cuidado pero me intuye e huye.
Vuelvo a sentarme silenciosa en el muro de piedra.
Ella también vuelve porque la mañana está fría y
La piedra caliente.

Compartimos el silencio
con pájaros y abejorros amenazantes,
con moscardones molestos, con ráfagas de viento del Norte.


La hierba ha crecido con la lluvia de ayer
y el tiempo parece detenerse, mostrando mi esencia
En un segundo efímero.
Es un segundo efímero que da paso a otro también efímero.
Es el tiempo relativo y absoluto del instante.

Txaro Begué ( Mayo 2017)

domingo, 30 de abril de 2017

Para Amaia


Supe de tu partida viajando
feliz hacía el mar.

Supe de tu despedida a pocos metros
de llegar al mar.

El mar  me recibió enfurecido, irritado,
llenando de espuma blanca mi tristeza. Sin embargo se
apiadó de mi y deslizó suave, como una caricia, una
ola en la que pude depositar una flor y un beso.

Ahora es tiempo de duelo, las lágrimas se funden con
el altanero levante que hiere mis mejillas y enreda mi
cabello.

Es hora de decirte adiós.
Aquí en el mar, aquí en mi corazón, dejando que el viento
sea cómplice en mi recuerdo.

Txaro  Begué ( Abril 2017)



martes, 4 de abril de 2017



En el silencio.


El sonido frágil de tus palabras
murió al poco tiempo de morir tú.

El sonido efímero de tus silencios
murió al poco tiempo de morir tú.

Tallé con manos heridas sobre
la piedra ancestral que juntos dispusimos
el dibujo de tu nombre, protegido por un círculo
eterno que dure lo que al menos dure mi
memoria.

La tierra, las piedras, el viento enfurecido,
la lluvia, la niebla, el rumor del río, el sol y la luna
recogieron palabras y silencios.

A veces siento que la lluvia me sorprende 
con tu voz.
En ocasiones el sol tibio de primavera desliza 
silencios conocidos.

Entonces reconozco tu esencia
entiendo la transcendencia y me siento
dichosa, libre, eterna.

Txaro Begué ( Marzo 2017)

martes, 5 de enero de 2016

Bolas de espuma de afeitar

Bolas de espuma de afeitar


Ocurrió una tarde de Diciembre. Era mi primer día de vacaciones de Navidad y hacía muchísimo calor. El otoño había pasado de largo y el invierno hacia solo unas horas que era oficial. Desde hacia unos años las estaciones eran una abstracción, un nombre con el que identificar los trimestres del año, pero apenas se diferenciaban unas de otras.
Aquella tarde tenía fiebre y un sudor frío recorría mi espalda, así que no baje a la plaza a jugar con mis amigas y me quede en casa haciendo compañía al abuelo Nicolás. En la tele las noticias hablaban de las altas temperaturas de los polos. Una tormenta inusitada había elevado la temperatura del polo Norte por encima de cero. Las playas estaban llenas de bañistas y las estaciones de esquí habían cerrado las pistas sumidas en una crisis imposible de solventar. El locutor hablaba de sequía, embalses vacíos, huracanes, lluvias torrenciales que arrastraban todo a su paso y el anuncio de  una Navidad de nuevo calurosa y seca.
Me levante desganada del sofá y me acerqué a la ventana. Con la nariz apegada al cristal me fijé en los árboles del jardín. ¡Qué extraño¡ pensé. Nunca me había fijado en ellos. El movimiento pausado de sus ramas me hipnotizó. Era un movimiento suave, monótono, aburrido. Las hojas estaban mustias y amarillentas y me pareció que tenían ganas de llorar. Pensé que la fiebre me estaba mareando pero no conseguía dejar de mirarlas. Me pareció que las hojas me pedían, me suplicaban un poco de aire frío, me pareció que necesitaban caer sobre el césped y quedarse tranquilas alfombrando el suelo del jardín.
El abuelo Nicolás estaba sentado en su mecedora y dormitaba inquieto. El calor parecía producirle un sopor pegajoso cargado de sueños y de fantasmas.
Seguramente el volumen de la televisión le hizo despertarse sobresaltado. Del bolsillo de su chaqueta sacó un pañuelo, se secó el sudor de la cara y del cuello.
- ¡Maldito calor! Susurró enfadado.
Me retiré del cristal de la ventana y me senté aburrida, incómoda y enfadada en el sofá. Me dolía la garganta y casi no podía respirar.
Abuelo, pregunté. ¿Por qué hace tanto calor?
¡Ay, mi niña! Contestó. Hace tiempo que el clima está descontrolado. Al final lo hemos conseguido. Durante años hemos creído que podíamos hacer lo que quisiéramos con nuestro planeta. Lo hemos herido de muerte y mira ya es demasiado tarde.
Me quedé un momento pensativa y le volví a preguntar:
- ¿Cómo era abuelo? Cómo era el invierno cuando eras niño?
El abuelo se levantó de su mecedora y arrastrando los pies se acomodó a mi lado.
Siempre me dices que cuando eras pequeño, incluso cuando mamá era pequeña hacía mucho frío, que el invierno era diferente dije acurrucándome en su regazo.
Pues si, cariño, el invierno era diferente porque hacía frío, llovía, nevaba, muchas mañanas había niebla. Me gustaba el invierno dijo triste.
El abuelo se quedó callado unos instantes, como si su cerebro estuviera procesando información antigua y comenzó a hablar despacio, con la mirada fija en la ventana del jardín. Las palabras salían de su boca nostálgicas pero firmes y preocupadas.
La niebla, te voy a contar cómo era la niebla. Las nubes bajaban hasta el suelo y lo cubrían todo, no se veía nada y la humedad era parecida a la que hoy sientes pero mucho más fría.
Pero eso no era divertido, protesté.
Pues mira, la niebla a veces también era divertida porque nos parecía mágica. Era juguetona y traviesa. Nos escondía las casas, las calles, los montes y mi hermano y yo jugábamos a encontrarlas. Otras veces era aburrida y triste porque se calaba en los huesos y no nos dejaban salir a jugar a la plaza. La niebla era necesaria porque su sudor frío hacía que brotaran las flores en primavera.
El abuelo de pronto se emocionó. Una sonrisa dibujo sus arrugas  a la vez que sus ojos azules se llenaron de lágrimas. Sujetando mi mano con su mano temblorosa me dijo:

- Del invierno lo más nos gustaba era la nieve. Cuando nevaba todo era fantástico.
¿Cómo era la nieve abuelo? Pregunté un poco más animada.
Verás, había días que cuando nos levantábamos de la cama y nos asomábamos a la ventana, veíamos caer del cielo pequeños trocitos de hielo: blancos y suaves, como la espuma de afeitar cuando la soplamos en el cuarto de baño cuando me afeito.
Todo se vestía de blanco: Los jardines, los tejados, las calles. Eran días de fiesta. A veces, no podíamos ir al colegio porque había tanta nieve, que los coches se quedaban atrapados y no podían circular, así que los chicos y chicas del barrio nos poníamos el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes, las botas y salíamos a jugar a la calle. Hacíamos guerras de bolas y grandes muñecos de nieve. Una vez mi hermano Matías me tiró una bola y me dio en el ojo. Lo tuve morado varios días.

Nicolás calló un momento de nuevo y sonrió con nostalgia

¿Qué ha pasado abuelo? ¿Por qué yo nunca he visto nevar?
¡Ay hija! Suspiró de nuevo el abuelo.

El abuelo está vez, se quedó en silencio mucho rato, inmóvil, con la mirada perdida, pensativo, recordando: Recordó las hojas secas. En el otoño caían de los árboles y cubrían calles y parques con una gigantesca alfombra amarilla. Recordó que sentía un placer especial en arrastrar los pies por las calles alfombradas. Oír el susurro de las hojas: “criss”, “crass”,“criss” “crass” Recordó que un día de finales de Octubre cuando iba a casa, una castaña pilonga le cayó en la cabeza. Los pinchos de la cáscara se clavaron en su piel y su madre tuvo que quitarlos, uno a uno, con una pinza. Recordó que el viento helado del Norte, conseguía siempre poner su nariz colorada, las manos amoratadas y la punta de los dedos blancos, aunque llevara guantes. Recordó a Matías

- Sabes dijo de pronto, quisiera volver a vivir el invierno. Recuerdo que cuando era niño estaba de moda una película: Un científico loco había construido un coche que podía viajar en el tiempo. Era fabuloso. Podía cambiar las cosas mal hechas en el pasado y mejorar el futuro. Me gustaría volver a pasar un poco de frío. Este maldito calor no me deja respirar, apenas puedo dormir y a veces siento un poco de miedo. Además, dijo Nicolás sonriendo de nuevo ¡Me encantaría que vieras la nieve!

Vi tan triste al abuelo que le cogí la mano y le dije:

- Eso es fácil abuelo. Dame tu mano, cierra fuerte los ojos y viajemos al pasado. Yo voy contigo. ¿Te importa que llevemos pasajeros? dijo emocionada.

¿A quién más quieres llevar? dijo el abuelo sonriendo.
Quiero que los árboles del jardín viajen con nosotros. Necesitan un poco de frío para que las hojas puedan descansar.
Nos quedamos dormidos, cogidos con fuerza de la mano. Nunca  supe cuanto tiempo pasó. Seguramente la fiebre me hizo dormir profundamente. Solo sé que me desperté asustada con un trueno enorme. La mano del abuelo estaba muy fría. Un escalofrío recorrió mi espalda, la garganta se me cerró aún más y noté que por mis  mejillas corrían dos lágrimas heladas. Me sequé los ojos con la palma de la mano y acaricié muy despacio la frente del abuelo. Acerque mis  labios a su oído y casi en un susurro le dije

Ya está abuelo. Ya está. Has conseguido tu invierno, ahora ya puedes descansar tranquilo.

La ventana se abrió empujada por un fuerte y frío viento del norte. Miles de hojas que se habían caído de los castaños, de los tilos, de los álamos del jardín, entraron en la casa. Bailaron en círculo alrededor del abuelo. La habitación se vistió con una alfombra dorada. Salí al jardín. La bochornosa tormenta había desaparecido y del cielo caían pequeñas bolas blancas. El abuelo tenía razón. Eran suaves y frías, parecidas a la espuma de afeitar que soplaba cuando el abuelo se afeitaba por las mañanas.

Txaro Begué.
Diciembre 2015